La misión de la filosofía es enseñar a la mosca a escapar del frasco, siendo nosotros las moscas, y el lenguaje el frasco. Es esta referencia a Wittgenstein, el punto central por el que propongo entender la excelente novela-ensayo de Rebeca García Nieto, una novelista-psicóloga o psicóloga-clínica-novelista, que ha titulado Los que callan. Ya desde el título estamos ante una referencia del lenguaje.
Salió al mismo tiempo, hace unos meses, el libro de Tom Wolfe, El reino del lenguaje, donde en contundente crítica a Chomsky, demuestra el poder del lenguaje como muestra de la supremacía del sapiens frente al resto de animales. Por eso cuando Murakami afirma que si abren su cerebro encontrarán cosas extrañísimas, podemos colegir que es precisamente el lugar donde no anidan nuestras cosas, pues si queremos captar la marca distintiva de alguien, sus cosas extrañas, tenemos que dirigirnos a su lenguaje, y leer ahí lo que muestra el sujeto del inconsciente, tan evidente como parece que el cerebro y el inconsciente no tienen nada en común.
De ahí que Wittgenstein fueran dos: el primer Wittgenstein, el del Tractatus, y el segundo Wittgenstein, el de Investigaciones filosóficas. Es precisamente cuando despliega los juegos del lenguaje, y cuando muestra que no es posible sostener más tiempo la equivocación entre literalidad y retórica. Fue mucho para alguien que pensaba con rigor psicótico.
Efectivamente así podemos leer la novela de García Nieto, como un ensayo acerca del lenguaje, como el intento de no subsumir la retórica en la literalidad. Son tiempos en que se detiene a humoristas, en que hay que tener mucho cuidado con las palabras, pues pueden llevarte a la cárcel según cómo juegues y en qué contexto. No hay que olvidar que el texto puede ser suicidado del contexto, y ya así dar un pretexto para los que no juegan con el lenguaje, para los que no juegan.
El personaje de Toni, magistralmente caracterizado como el de un discapacitado con la capacidad de ser capaz de despertar la logorrea, el llanto, su aplicación como objeto apto para captar limosnas, para despertar ternura, o para ser el único trabajador de una familia afectada por la enésima crisis de pobre, de esos pobres que acuden al recibidor del Señor, en la canción de Serrat. Ese personaje merece un lugar central en nuestra retina de personajes de novela que lograron con el tiempo pasar de ser personajes francamente olvidables a personajes inolvidables. Toni, el que calla.