CADA TARDE A LAS CINCO.
Son las cinco de la tarde en este frío y triste lugar. Mientras intento calentar mis manos con una taza de té no puedo evitar evocar esta historia que ha ocupado en mí vida un sitio privilegiado. Aún hoy la recuerdo a diario de manera intensa. Fueron treinta años maravillosos, ilusionados y colmados de un amor no correspondido.
Rosa Montes, más conocida como «Dana Lois», fue muy amiga de mi madre, «de las de siempre», como solía decirse. Rosa pasó la mayor parte de su vida viajando de ciudad en ciudad, trabajando en sus espectáculos. Yo la conocía por fotos y también gracias a todo lo que mi madre contaba de ella. Me aseguraba que sí la conocía en persona, pero yo era muy pequeño y su recuerdo muy vago.
Al cumplir sesenta años, alcanzando la misma edad que mi madre, se puso en contacto con ella, comunicándole que dejaba el mundo del vodevil y volvía al pueblo a descansar y vivir su jubilación. Esta noticia llenó de entusiasmo a mi madre, que revolvió cielo y tierra para encontrar una casa para ella. Su regreso se convirtió en un gran acontecimiento para todos. Yo en aquel entonces acababa de cumplir los veinticinco.
Tras años de inseparable amistad las vidas de ambas tomaron rumbos diferentes. Mi madre encontró novio y se casó. Rosa se dedicó al «Teatro de variedades» y llegó a convertirse en una cotizada artista dentro de ese mundo. A pesar de la distancia ellas no perdieron el contacto y telefónicamente o por carta siempre supieron la una de la otra.
Mi madre coleccionaba las fotos que ella le mandaba, la mayoría firmadas y dedicadas a mis padres. También hacía acopio de revistas, recortando las noticias donde aparecía y pegándolas en un bonito álbum de terciopelo rojo. Tampoco faltaban en casa los discos que grabó con las canciones de sus espectáculos musicales. Recuerdo que los domingos por la mañana nos levantamos todos a ritmo de samba, cha cha cha y pasodoble.