Conocí a Marcos López a comienzos de los 80, cuando fotografiaba en blanco y negro imágenes documentales. Imágenes que registraban su amor constante por América latina, la cultura popular y los seres que la vida arroja a los márgenes vibrantes de la existencia.
Desde el comienzo también fue un gran retratista (quizá el más grande que ha dado América del Sur en el último medio siglo). Es capaz de establecer con el retratado una empatía extrema que se conjuga con su capacidad, también extrema, de distanciarse emocionalmente de lo que lo conmueve hasta las lágrimas.
Marcos es, a la vez, un ser que vive en carne viva cada una de las situaciones que enfrenta y un frío entomólogo que diseca con maestría a los seres que su ojo capta. Ahora ha llevado esta maestría a la escritura.