La "pequeña Ida" tenía catorce años cuando fue detenida, en junio del 44, en el Poitou profundo, donde la habían escondido sus padres judíos polacos.
Dos inviernos en Auschwitz, huérfana y enferma a su regreso: por supuesto, llegó a venirse abajo. Pero ante los gendarmes, los kapos, el hambre, la muerte: "¡YO NO LLORÉ!", dice con orgullo, como la niña que aún es.
Éstas fueron sus "suertes": una fragilidad conmovedora, en la granja, en la escuela, en el campo, donde una enfermera polaca le salvará la vida; pero también un orgullo forjado, y toda la fraternidad del mundo, reinventada entre las deportadas.
Hacía falta que un amigo se encargara de lo que el pudor le impedía decir.