Por fin nos alcanzan las memorias del fundador, guitarrista e insigne compositor de Black Sabbath, alabado por propios y extraños, pero más aún, si cabe, por sus cofrades Ozzy Osbourne, Bill Ward y Terry Geezer Butler y demás compañeros de armas. Y sí, también por todos venerado por concebir y alumbrar el sonido que iba a cambiar la historia del rock para siempre: el nunca suficientemente bien ponderado [ni por muchos tolerado] fragor guitarrero del heavy metal, «el sonido de un mundo que se desmoronaba». De la primigenia escoria que brotara de la fragua del rock duro británico, surgiría en el oeste de la Inglaterra proletaria este entrañable y disparatado disturbio sonoro comandado por el guitarrista (aquí autobiografiado) que aunó a un díscolo hatajo de tunantes dispuestos a subvertir lo que la todopoderosa industria discográfica ordenaba y disponía. El sonido sin parangón de Iommi traía causa de una lesión que sufrió en los dedos de su diestra mientras trabajaba ironías del destino en una fábrica de chapa metálica. Ese fue el origen de aquel sonido oscuro y gótico, diferente a cuanto se había escuchado ha